La suma de todas las voces

Sebastián Verea
5 min readJun 7, 2020

David Hendy empieza su libro Noise, A Human History of Sound & Listening, dando cuenta de uno de los tesoros del archivo sonoro de la Biblioteca Británica, un cilindro de cera de grabado en 1921 por Robert Shutherland Rattray.

Rattray vivió entre el pueblo Ashanti de Ghana y registró el sonido de los ‘tambores parlantes’ de esa comunidad, instrumentos de percusión capaces de emitir dos tonos bien diferenciados según el lugar en el que se los golpee. Las posibles combinaciones de golpes alternando los diferentes tonos del tambor forman mensajes que la gente de ese pueblo usa para atravesar la espesura de la selva y comunicarse, como si se tratase de un telégrafo sin cables. Hendy destaca que esa selva es ‘un lugar en el que es imposible ver demasiado lejos’ en el que ‘la única forma de comunicarse es a través del sonido’.

El sonido, con su peculiar capacidad de transmitirse en todas direcciones y llegar donde el campo visual está impedido de llegar, funciona como la primera máquina capaz de acortar las distancias entre dos o más personas. Los primeros avisos publicitarios que promocionaban el teléfono presentaban al aparato como una tecnología que que comenzaba a acelerar procesos productivos a partir de suprimir los tiempos de espera y acortar las distancias.

Hendy observa, también, que el sonido -el directo, no el mediado a través de la electricidad- es una forma de ‘tocarnos a la distancia, una forma de contacto personal que funciona cuando el otro no está a nuestro alcance’. Pero fundamentalmente el sonido -el de los tambores o el de las palabras- es una herramienta de coordinación y, en el caso de los pueblos que habitan las selvas espesas y oscuras, también una herramienta de supervivencia.

La coordinación rítmica -todos los tambores sonando de forma sincronizada- es también una muestra de poder colectivo. Al sincronizar los golpes, el sonido se vuelve más potente y convierte al grupo que los toca en un sólo organismo capaz de atravesar distancias mucho más grandes, al tiempo que envía a sus posibles enemigos o depredadores una clara advertencia sobre el tamaño y el poder de ese colectivo sincronizado. La sincronización y el ritmo se convierten así en una clara ventaja evolutiva.

Muchas veces somos protagonistas de la experiencia de comunión a través del sonido sincronizado colectivamente -en un concierto, en una sesión de improvisación o en una llamada de tambores- y experimentamos el empoderamiento de ese ser colectivo que se vuelve uno con un acuerdo que está más allá de las capacidades del lenguaje.

La clave de ese poder de comunión radica, precisamente, en la sincronización -en la capacidad que tenemos de unir nuestros esfuerzos en una misma dirección, con un mismo fin, y producir el sonido de una bestia mucho más grande que cada uno de nosotros.

El escenario de aislamiento social por la pandemia de la COVID-19 nos obligó a mediar la mayoría de nuestras actividades grupales a través de plataformas de videoconferencia. Subrayando todo aquello que se suprime en esos medios -las frecuencias de nuestras voces y la resolución de nuestras caras comprimidas por los algoritmos- está el hecho ineludible de que no compartimos el mismo espacio físico con el resto de las personas conectadas.

El espacio acústico compartido es el componente fundamental de nuestra capacidad de sincronizar como grupo. En las comunicaciones grupales a través de videoconferencia ese componente desaparece. No nos resulta posible acceder a la escucha del otro. Ni siquiera al eco de nuestra propia voz, que en vez de alimentar un espacio acústico común es absorbida por un micrófono para ser procesada y distribuida a múltiples estaciones de escucha individuales, privadas y aisladas entre sí.

Adicionalmente, la tecnología nos priva de la capacidad de sincronizarnos a través de un sonido colectivo. Volvemos a ser individuos incapaces de formar un todo más grande que nosotros, insertados en un espacio sin reverberaciones e impedidos de escuchar los efectos acústicos de nuestra propia voz que, procesada por el algoritmo, llega a un ambiente que desconocemos, con una forma que desconocemos. ¿Qué tamaño tenemos en ese espacio nuevo? ¿Somos tan pequeños como la distancia que separa nuestra boca del micrófono?

Nos resulta imposible crear la bestia sonora capaz de ahuyentar la amenaza de un enemigo con el sonido sus tambores sincronizados, y no precisamente porque no podamos escuchar los tambores de los otros miembros del grupo. La dificultad radica en que cada miembro del grupo habita tiempos diferentes, tiempos de relojes separados, cuyos ritmos están regidos por el ancho de banda. El retraso en la comunicación, especialmente en grupos numerosos, sumado a las tomas de decisiones del algoritmo que administra los sonidos de todos los micrófonos según criterios preestablecidos, coloca a cada uno de los participantes en un espacio-tiempo disociado del resto.

Las telecomunicaciones empezaron promocionándose como tecnologías para suprimir las distancias y el tiempo pero son, en verdad, máquinas de crear espacios y tiempos paralelos, aislados y asincrónicos. Cuanto mayor es la cantidad de información que queremos transmitir y más exigimos al ancho de banda disponible para que la lleve de una máquina a otra -de una persona a otra- más distanciados estarán esos múltiples espacios y tiempos, y menor es la posibilidad de sincronizarnos.

Nuestros cerebros apenas están afinados para lidiar, de forma cotidiana, con los fenómenos comprendidos en una región de espacio-tiempo muy pequeña. Quizás lo que nos resulte agotador de estar conectados a través de pantallas y auriculares sea que, íntimamente, sabemos que estamos privados de la posibilidad de convertirnos en un todo más grande que nuestras individualidades. Quizás sea el hecho de reconocernos incapaces de habitar o administrar múltiples espacios y tiempos simultáneamente. Quizás estemos extrañando un espacio en el que hacer reverberar nuestras voces y compartir la escucha de una voz grupal, más grande, más poderosa, que es la suma de todas las voces.

Lecturas adicionales para complementar:

Antropología del Cerebro, de Roger Bartra
Program or be Programmed, de Douglas Rushkoff
Making the Social World, de John Searle
El Paisaje Sonoro y la Afinación del Mundo, de R. Murray Schafer

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Sebastián Verea

Compositor / En este espacio reflexiono sobre sonido, música y sentido.